I
Una plaga de conejos deja el cementerio de una ciudad decadente con varias
fosas al aire. El sepulturero, un hombretón llamado Pablo con cierto retraso
mental pero muy cortés con las ancianas, descubre una noche de luna que los
huesos, rociados con su esperma, brillan como el collar de su madre.
II
Ahora le excita cada vez más, y lo hace continuamente. Los periodistas
truculentos empiezan a insinuar que el cementerio está infestado de espíritus,
de almas torturadas que no pueden descansar en camposanto por sus crímenes y
pecados. Los niños y los parasicólogos estrafalarios inundan, de noche, el
cementerio en busca de fantasmas, y el sepulturero con la bragueta cargada
tiene que encontrar cuanto antes otro escenario para sus tejemanejes.
III
El interior del tanatorio está desierto, aunque se oyen murmullos
procedentes de la capilla. Conoce las instalaciones por sus relaciones
comerciales, pero nunca había pasado del umbral de la puerta trasera. Pablo
camina silenciosamente hacia el depósito. La puerta está abierta, las luces
encendidas, pero sin nadie (con vida) dentro. Sobre una camilla, el cuerpo
blanquecino, el culo desafiante. Se baja la cremallera, se saca la polla y
trata de metérsela. No está tan frío como pensaba. Tiene que escupirse muchas
veces en el glande antes de conseguirlo, pero merece la pena.
IV
El semen de Pablo es blanco puro y abundante y, si se parara a pensar en
ello con la suficiente concentración, seguro que podría resucitar este cuerpo
sin vida -si lo rellenara con el suficiente esperma-. Confuso, detiene el
vaivén de su cuerpo contra el otro, cuya semi-rigidez indica que, hace apenas
unas horas, aún respiraba, se movía. Distraído, no oye que alguien ha entrado,
que se acerca, aterrorizada, que empieza a gritar al fin. A berrear. Todavía
más asustado que la forense, el sepulturero huérfano de todo afecto tiene muchas
dificultades para salirse de dentro del cadáver. La mujer no deja de chillar,
hasta que Pablo, aún con el cuerpo colgando de sí, la golpea una sola vez.
Suficiente para romperle varios dientes y hacerla sangrar como a un cerdo. Y,
sobre todo, para hacerla callar. En el suelo grita, pero en silencio, por los
ojos. Pablo está desesperado. Sabe que ha hecho algo malo, y no quiere ir a la
cárcel. Se le ocurre que, sin los ojos que han sido testigos, nadie podrá
acusarle de nada. Con sus dedos largos y recios no tiene problemas para
sacarlos de sus órbitas y estrujarlos hasta que las imágenes que guardaban se
disolvieron en el olvido.
V
Cubierto de sangre, tranquilo, se deja hacer. Camina sin ninguna
resistencia, responde a las preguntas, ni siquiera se quita la sangre de la
cara y las manos; un agente de la Guardia Civil, con su juventud cohibida,
tiene que meterle la verga aún morcillona dentro de la bragueta antes de que
llegue el juez de instrucción. Pasan los días sin sobresaltos y acaba,
delicadamente, en la cárcel. La pena máxima, le dicen. Pablo sonríe, piensa en
su cementerio, en que algún día reposará allí, y alguien hará brillar sus
huesos a la luz de la luna.
VI
Las primeras semanas las pasó, en su mayor parte, en la enfermería de
prisión. Aunque era más fuerte que casi todos los reclusos, no se defendía. No
había entendido aún lo que le pasaba. Afortunadamente, un hombre le salvó de la
muerte segura el vigésimo segundo de su encierro. Con la pasividad de los
funcionarios de guardia, varios presos consiguieron llevarse al nuevo, al
violador, al asesino, hasta los baños. Pablo se meó de miedo cuando vio los
cuchillos. Le obligaron a lamer, a chupar, a ponerse a cuatro patas. Por fin,
alguien entró con una porra eléctrica, se deshizo de sus enemigos, le recogió
del suelo con cuidado, incluso le abrazó con candor, con sentimiento. Pablo no
recordaba que nadie le hubiera hecho eso jamás.
VII
Fue por esa época que empezó a verlos. La mayoría eran sombras fugaces.
Esquivas, sin rostro, apenas un parpadeo que aparecía y desaparecía detrás de
las personas. Pablo se lo dijo a Héctor (el buen funcionario) debajo de las
sábanas. Pero el otro no le dio importancia, le acarició la cabeza. Luego, le
hablaban, casi no podía dejar de oírlas, ya separadas de sus personas, libres
del miedo inicial. Emitían palabras sin sentido, gorgoteos, ruidos metálicos.
Lo peor llegó cuando empezaron a gritar. A chillarle al oído, hasta hacerle
sangrar. Por fin, descubrió que sólo se iban con la heroína. Se pagaba las
dosis con sexo. Contrajo varias enfermedades y muchos enemigos por las deudas y
los engaños. No importaba. Disponía de varios minutos de paz al día.
VIII
En primavera cambió de prisión y dejó de ver a Héctor. No le importó. Las
sombras de los reclusos eran más esquivas, poco habladoras. La heroína ocupaba
casi todo su día. Tuvo que empezar a pincharse en la cara interna de los
muslos. Mató a uno de los camellos por un malentendido. Añoraba su cementerio,
las lápidas, los huesos blancos. Deseó morir.
Javier era un preso pequeño y de pelo castaño con una leve cicatriz en la
sien. A veces se pinchaban juntos. En una de aquellas ocasiones, salió de
detrás del chico un fantasma. Esta vez, Pablo entendió perfectamente lo que
decía. Quería que matara a Javier y que se comiera su corazón. A Pablo le supo
a caramelo.
IX
En el viaje de traslado hacia la prisión de máxima seguridad, las sombras
le ayudaron a escapar. Tras ahogar -aplastándolo simplemente contra el suelo- a
uno de los guardias, fue fácil liberarse de las esposas, coger su arma y disparar
hacia las ruedas. El choque fue grande, pero él solo se hizo una brecha en la
cabeza. Peor suerte corrieron los guardias que viajaban delante, aunque aún
respiraban cuando les arrancó los corazones y se corrió en sus bocas, como
aconsejó la sombra de Javier. Ni siquiera necesitaba ya la heroína. Sonrió y se
dirigió a casa.
X
Los técnicos del Ayuntamiento pusieron cebos envenenados y decenas de
conejos se pudrían en el camposanto al amanecer. Los cuervos se comían sus ojos
y vísceras pero dejaban el resto para las hormigas y los escarabajos. No se
veían huesos ni calaveras ya. Los agujeros estaban rellenos. Pablo vio a su
sustituto, un hombre pulcro y eficiente que cavaba una zanja. Se acercó hasta
él. Una sombra de ojos rojos y voz melosa salió de su espalda y le pidió que le
rajara la garganta. Pablo se negó, ante la sorpresa del fantasma. El nuevo,
entonces, se dio la vuelta, le vio y salió corriendo, quizá le reconoció de los
periódicos, de la televisión inmunda. Pablo se acercó hasta el féretro pendiente
de entierro. Sin saber por qué, lo abrió. Dentro estaba Héctor, con la cara
rajada en múltiples direcciones, infinitos caminos de dolor. Le quitó la ropa.
Había también quemaduras, los genitales arrancados de cuajo, mordiscos de perro
o de humano en los muslos. Empezó a ver la escena borrosa. Se asustó porque no
sabía qué era llorar.
XI
Se hacía de día rápidamente, pronto llegaría la gente. Era el Día de Todos
los Santos. Hizo lo que se le dijo con rapidez. Cuando estuvo todo listo, metió
el ataúd de Héctor en su zanja, saltó dentro, abrió la tapa, se acomodó junto a
su amigo y cerró desde el interior con un movimiento fuerte y certero. Se
sintió bien, en paz. Pronto alguien les cubriría de tierra fresca, y los
fantasmas y las personas ya no podrán alcanzarles.
XII
Hubo varios muertos, ese día, en el cementerio. No solo los que Pablo había
desenterrado y tirado al otro lado de la tapia según las indicaciones de las
sombras. Algunas personas mayores y débiles de corazón no aguantaron aquello.
En muchas lápidas habían escrito una fecha, un nombre, apenas una frase. Unas
pocas eran maldiciones que cortaban la respiración del viudo, de la hija
amantísima, del amante secreto. Otras inscripciones eran locuras, peticiones
crueles, obscenas, o revelaciones. El tío Antonio ha tocado varias veces a
Alejandro, le obliga a beberse su orina. Carolina se gasta la pensión de su
madre inválida y la abofetea cuando cambia de canal sin su permiso. Te vas a
volver loco y acuchillarás siete veces en el pecho a tu hermana; luego te colgarás
de la viga de la cocina. Mientras, los operarios del tanatorio recuperan, por
fin, el ataúd extraviado, menos mal, porque la familia dejó claro que quería
que le incineraran, y con el lío de esta noche le mandaron al cementerio por
error. Pablo despertó con el traqueteo de la bandeja que transportó el féretro
hasta la incineradora. Oyó murmullos pero no entendía lo que pasaba. Para una
persona como él, con la edad mental de un niño de ocho años, la muerte es
apenas un pensamiento. El fuego le abrazó enseguida, pegó su piel y sus huesos
a los de Héctor. De sus cenizas mezcladas nació, años más tarde, un pino negro.
Creció, inmutable a las personas que nacían y morían bajo él. Algo de Pablo,
algo de Héctor revivía en sus hojas de aguja. Por fin, talaron el árbol. Su
madera se usó para otro ataúd. Pablo, ahora sí, descansó bajo tierra, en su
propio cementerio, cuando su sombra empezaba a extinguirse, a ser
ininteligible.
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Antonio Heras es fan de Bob Esponja y de Dennis Cooper.
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